9/12/08

Apuntes de cine-ensayo: la fusión del cine-autor

El ensayo, desde que Montaigne lo (des)cubrió por primera vez en el s. XVI en su extensa obra, se caracterizó principalmente por ser un discurso abierto, inacabado e inexacto en el que el pensamiento está siempre por revisar, continuamente abierto a una nueva forma de pensar: se trata de estar constantemente desafiando el presente para que no se haga pasado ni se proyecte como futuro. También Chesterton vio, posteriormente, el ensayo como aquella forma discursiva que ya por su propio nombre reconoce que el acto creativo, de pensamiento, es en realidad un salto a la oscuridad. El ensayo es verdaderamente un modo de intentar, de avanzar sin revisar: un experimento, en definitiva.

En el ensayo no se trata de anclarse en verdades o dogmas del pasado ni en una explicación fundada en el futuro es, pues, el pensamiento en el presente y para el presente del espectador. Dice Montaigne que antes dictaría otros ensayos que volver a releerlos para corregirlos, una actitud propia del estar siempre por revisar, del ser consciente del ahora que se desvanece: quien es hoy Michel de Montaigne no lo será mañana, ya que en el ensayo el autor irrevocablemente se ensaya a sí mismo. Su obra y él son uno, puesto que es imposible separar lo que se crea de lo que se es: el sí mismo pasa a ser la única verdad que no se pone en tela de juicio. El ensayo pretende, busca, indaga y finalmente muestra una única y posible verdad: la del autor que se ensaya sin llegar a encontrar otra verdad. Y, ahí, el espectador se identifica en este ejercicio en tanto que participa de su verdad.

Si traspasamos estos parámetros al cine, nunca un discurso u otro será el definido en la búsqueda de una verdad proyectada en el discurso. La película y su propio creador se ensayan continuamente juntos: “Mi obra y yo somos uno”. Y precisamente en el cine se encuentra la peculiaridad de una extraña exposición de la obra ante los ojos del espectador: contrariamente a las artes que Lessing definía como espaciales, en donde se muestra una obra finalizada ante la mirada del que la contempla, en la proyección de una película, los ojos del espectador se encuentran ante una serie de imágenes que dispara la máquina a modo de ráfaga. No hay suspiro, no hay espera. El espectador, pues, está a merced de la máquina desde los inicios del cine, desde ese rifle automático que Muybridge ideó, como lo estará en la Gran Guerra; y ésta no se detendrá creando pausas para su comprensión. Al contrario, es el espectador quien debe adaptarse al tiempo de la máquina, sin espera, sin reflexión. En tanto que receptáculo de un discurso, ésta debe proseguir, de manera que no puede permitir una espera en el espectador. Por lo tanto, en definitiva, ante la imposibilidad de un tiempo propio para desocultar, el espectador se encuentra en manos del autor, en una situación de desventaja ante la cuál no puede obrar sino tragando lo que se está introduciendo de una manera mecánica en los ojos que contemplan.
Este acto de cebar sin dejar respirar es el que hace interesante al film en tanto que receptáculo de ficcionalidad en una reformulación constante –el ensayo. Mediante una temporalidad mecánica, implícita en su lenguaje, el cine no da opción a salir de su cauce, estando el espectador a merced de la constante reinterpretación del discurso abierto del autor. Ahí es donde el cine, en el presente, se ensaya a sí mismo.

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