12/1/09

Realidad y ficción (3)

Lo primero que llama la atención en la teoría de Eliade es que son precisamente las sociedades arcaicas (y posteriores: en realidad, hasta la Ilustración) las que adoptan este sistema arquetípico de ordenación epistémica, y no es hasta siglos más tarde, con Hegel como gran paradigma teórico, que, en cierta manera, el historicismo se impone al mundo. En términos filogenéticos, pues, la ordenación mental arquetípica sería natural, mientras que la consecución histórica de acontecimientos sería impuesta a partir de unos supuestos lógicos y, por tanto, artificial. Lo dicho puede aducir a pensar que existe un sustrato, más allá del pensamiento histórico característico del hombre moderno, que induzca a seguir en busca del arquetipo.

Por otro lado, se tiene constancia (y el texto de Lyotard aquí expuesto lo muestra con claridad) de la existencia de unos metarretatos que, más allá de los acontecimientos históricos, puntuales y cronológicamente ubicables, sirven de patrón para la malla construida socialmente en cada uno de los momentos históricos. Con ello no se induce a pensar que estos son los mitos a los que Eliade hace referencia, pero sí a percibir que existen (o, por lo menos, surge la posibilidad de que existan) diferentes capas de opciones interpretativas de los acontecimientos, que pueden sobreponerse las unas a las otras creando un tejido críptico.

Finalmente, debe tenerse en cuenta, echando una ojeada al momento presente, que la interpretación mítica de acontecimientos y personajes es algo que no ha cesado, particularmente en el cine. Al contrario, frecuentemente los medios de masas se apoderan de un personaje o de una situación cotidiana para transformarla en un símbolo, en un arquetipo capaz de moldear al receptor, ya que éste, desde el momento en que se percibe, contiene una enorme pluralidad de significados que inmediatamente salen a la luz. El hecho, el personaje, la situación; todos estos elementos quedan totalmente descontextualizados, desprovistos de su situación espacial y temporal, para interpretar tan sólo el papel de arquetipo, mucho más poderoso pues juega a ser universal. La recepción del espectador es inmediata, cosa que demuestra que aunque el hombre moderno sea histórico, sigue teniendo un sustrato que, en tanto que heredero de sus ancestros, busca poderosamente el arquetipo simbólico que ascienda su significado a la universalidad. De una manera similar, todo el Arte de hoy y de siempre, desde la literatura al cine de Hollywood pasando por las artes plásticas, ha buscado la repetición de ese arquetipo que muestre el carácter cíclico del tiempo a través del universal, arquetipo repetido hasta la saciedad pero que, como todo, partió de un origen.

En esta transformación, de los metarrelatos a la visión arquetípica del mundo, el cine juega un papel crucial: a través del montaje se consigue que cada película sea portadora de una ficción a partir de la misma naturaleza metafórica del film. La temporalidad implícita en la película (a través de este montaje y de misma concepción fílmica), por lo tanto, es la que produce una representación metafórica del mundo a partir de la ficción, haciendo uso de una metáfora que impacta directamente, durante la recepción, en la memoria colectiva. Y es precisamente esta memoria colectiva que recolecta todos los elementos de la mitología de la representación y las ordena en la manera que describe Elíade. La visión arquetípica, por lo tanto, es creada a partir de este momento.

8/1/09

Realidad y ficción (2)

Lo ficticio es representación o, desde el plano lingüístico en el que nos hemos situado, reinterpretación metaforizada; pero lo real, por lo dicho, también, aunque no en el sentido platónico: lo que aquí se propone es poner la realidad y la ficción en el mismo plano epistemológico, aunque en un diferente plano pragmático y moral. En nuestros quehaceres mundanos, en nuestra cotidianidad, será extremadamente útil establecer una frontera entre lo que es real y lo que no lo es. Ahora bien, en un sentido estricto, en tanto que los hechos están siempre filtrados por una subjetividad y que la comunicación parte de esta subjetividad, la única diferencia entre realidad y ficción será que la primera estará legitimada; la segunda no. Sin embargo, las dos serán reinterpretaciones metafóricas de una desconocida unión entre la psique y el mundo –aquí en un sentido estrictamente material e inperceptible, fuera de nuestra esfera de conocimiento. Se evidencia por lo tanto que, en realidad, no existe tal diferencia substancial entre la interpretación del Arte y la del mundo: de alguna manera, ya la percepción del mundo es atribución simbólica a éste.

Con todo lo dicho, sin embargo, queda todavía el gran problema por resolver: se ha manifestado aquí, y se han aportado argumentos para justificarlo, que la naturaleza del Arte es necesariamente ficticia. Si esta ficción que se da en las artes es metafórica, interpretación simbólica, ¿de dónde procede? ¿Cuál es el elemento metaforizado? Sin duda, no será lo que se designa como “mundo” (o lo que hasta aquí se ha mencionado como “realidad” en un sentido pragmático), ya que se ha eliminado desde la aparición de las vanguardias el concepto “mimesis” como esqueleto epistemológico a partir del cual se organiza y distingue la dualidad entre realidad y ficción. Además, éste es siempre también interpretado y funciona, por lo tanto, mediante los mismos mecanismos. Planteando el problema en otras palabras: en tanto que el emisor, por la propia naturaleza del lenguaje, debe transformar íntegramente sus ideas “reales” en ficción mediante una conversión metafórica, ¿cómo realiza el receptor el proceso inverso? ¿Mediante qué elementos se puede, desde la recepción, invertir el proceso y conseguir así la ilusión de realidad ya pretendida en Méliès? La respuesta que se propone aquí se articula a partir de un texto de Mircea Eliade:

“El recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos «individuales» y figuras «auténticas». Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico (héroe,...), mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas.
[...]
Así habían bastado unos cuantos años para que, a pesar de la presencia del testigo principal [de la muerte de un hombre en la víspera de su boda], el acontecimiento se viera desprovisto de toda autenticidad histórica, para transformarse en un relato legendario: el hada celosa, el asesinato del novio, el descubrimiento del cuerpo inerme, el lamento, rico en temas mitológicos, de la prometida. [...] La muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado en la categoría mítica. [...] El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El mito no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la historia un tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico.
[...]
En numerosas tradiciones (en Grecia, por ejemplo), las almas de los muertos ordinarios no tienen «memoria», es decir, pierden lo que puede llamarse su individualidad histórica. [...] El hecho de que en la tradición griega sólo los héroes conservan su personalidad (es decir, su memoria) después de la muerte es de fácil comprensión: como durante su vida terrestre sólo realizó actos ejemplares, desde cierto punto de vista, esos actos fueron impersonales.
[...]
¿Qué hay de «personal» y de «histórico» en la emoción que se experimenta escuchando la música de Bach, en la atención necesaria para la resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la «historia», el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la irreversibilidad y la «novedad» de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, [...] la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo y de irreversible.”

Sin embargo, la concepción arquetípica del mundo ha seguido vigente, sobretodo en el Arte, aunque fuera sólo en un plano latente. Y ahora, parece que vuelve a emerger a la superfície: a partir de la ausencia de metarrelatos con la que Lyotard describe el advenimiento de la postmodernidad que, como él mismo indica, “no es el fin del modernismo sino su estado naciente, y este estado es constante”. Cuando fracasa el proyecto moderno “de realización de la universalidad”, cuando fracasan los metarrelatos que la filosofía de Hegel había totalizado, cuando “«Auschwitz» puede ser tomado como un nombre paradigmático para la «no realización» trágica de la modernidad”, es necesario retomar formas de relato que huyan de esa visión histórica de la “emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las criaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir”. Formas de relato que huyan de esta imposición de la modernidad y que participen de la visión arquetípica del mundo, que no ilustra un pasado lineal enfocado al futuro progreso sino que muestra la misma estructura en la que se basa el mundo: la temporalidad circular es la que crea héroes reconocibles en todos los tiempos, portadores de valores universales.