22/12/08

Realidad y ficción (1)

En el análisis del proceso metafórico que se presenta aquí, en rasgos generales, el elemento metafórico será la obra de Arte; queda, sin embargo, la cuestión abierta de cuál será el elemento metaforizado: aunque sería lícito y correcto definir éste como el mundo o la naturaleza en el paradigma del Arte representativo, sólo lo sería debido a su esencia similar, ya citada. Sin embargo, generalizando sobre el concepto “metáfora” con la intención de utilizarlo como marco explicativo de todo el Arte, esto sería inaceptable.

Es aquí justamente donde aparece el gran problema epistemológico de las narraciones contemporáneas: debiendo eliminar toda conexión representativa entre la obra y el mundo, el teórico se queda sin una buena piedra angular para diferenciar lo real de lo ficticio, pues, si la obra deja de representar una realidad preconcebida, ella misma se torna un objeto real, no pudiéndolo diferenciar, como hacía Platón, su confección de la de una cama. Eliminado, pues, el concepto de “representación” y sustituido por el de “metaforización”, tanto el artesano de camas como el artesano de narraciones se sitúan en un mismo nivel, hecho que torna más problemática la diferenciación entre “realidad” y “ficción”.

Para ilustrar mejor el problema, se propone ahora partir de una premisa que, en realidad, era ya aceptable en el momento en que se tomaba la “imitación” como el hilo conceptual para explicar las prácticas artísticas: cualquier obra es ficticia en tanto que creación humana, pues “ficción” proviene de “fingir”, “tomado del latín fingere, «heñir, amasar», «modelar», «representar»”, lo que pone de manifiesto el carácter de creación (innegable en todo Arte) en frente de lo pre-concebido. Sin embargo, tomar, como en la antigüedad, el Arte como imitación o negar esta necesidad hace aparecer una diferencia: la de la situación de la otra cara de la moneda. En ambos casos la premisa mencionada funciona sin problemas, la obra es ficticia; ahora bien ¿qué es lo real que se sitúa en frente del Arte? Con el concepto “imitación” en mente, esta pregunta no plantea ningún problema: como ya ha expresado Platón, la esfera de los artesanos, esos reproductores de naturalezas, serían los encargados de crear lo “real”. Así, una presentación de la idea sería “real”, mientras que la representación (a saber, el Arte) de esta realidad sería “ficticia”. Se han expuesto aquí, sin embargo, los motivos por los cuales ya no es aceptable tomar la “imitación” como un buen esqueleto conceptual. Ante esta situación, pues, ¿qué debe tomarse como “real” en frente del Arte, ya definido como “ficticio”?

Eliminado el concepto de “Idea” del horizonte que delimita el marco epistemológico en el que se trabajará se propone ahora un núcleo problemático sobre el que se empezará a operar.
“El 16 de octubre de 1906, Wilhelm Voight, un zapatero, se vistió con el uniforme de capitán del ejército alemán y se pavoneó así por las calles de Berlín. Primero se encontró a cuatro soldados, a los que ordenó inmediatamente que le siguieran. Nunca le habían visto, pero la autoridad que le otorgaba el uniforme de capitán era tal, que al instante obedecieron. Recogiendo algunos soldados más por el camino, el pelotón se trasladó en tren a la estación de ferrocarril de Köpenick, una pequeña ciudad de las afueras de Berlín. El capitán se dirigió al ayuntamiento y por el camino se encontró a tres policías. También éstos recibieron la orden perentoria de seguirle, y obedecieron al instante. Llegados al ayuntamiento, el capitán pidió una suma de 4002,50 marcos, que tenía que serle entregada, como se hizo sin pérdida de tiempo. El capitán extendió un recibo, y luego ordenó el arresto del alcalde, que fue enviado, con escolta, a la nueva comisaría de policía de Unter den Linden, en Berlín. La juerga autoritaria del capitán duró seis horas. Luego fue detenido, y condenado a cuatro años de cárcel. Su historia saltó a los titulares de todos los periódicos de Europa. Llovieron regalos para el preso y, al cabo de dos años, Voigt fue puesto en libertad. Hizo entonces una gira por Europa, vestido de capitán [...]. Pronto se convirtió en una leyenda. Hans Hyan escribió una comedia sobre él que se hizo famosa”.

Como éste, numerosos casos de boutade muestran la fina línea que separa lo real de lo ficticio: en 1938, la emisión radiofónica de Orson Welles sobre La guerra de los mundos crea una ola de pánico en la sociedad, que cree en el texto como realidad hasta que el propio Welles lo desmiente; en 1967, el rumor de que Paul McCartney está muerto no es desmentido por los Beatles, sino que ayudan a alimentarlo hasta que, finalmente, lo desmienten. Otros casos, aunque fuera de un contexto pseudohumorístico, ilustran también el problema, como el del doble del general Montgomery, que consiguió despistar a las tropas de su enemigo Rommel en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial.

Todos estos casos muestran que, en un sentido práctico, no hay una diferencia específica entre realidad y ficción (como sí la hay entre verdad y mentira, por lo menos en el terreno proposicional) y, al contrario, éstas tienen la misma naturaleza y fácilmente se las puede confundir. ¿Cómo puede no ser así si un relato de ficción puede convertirse en realidad? Mediante un simple rumor, algo ficticio puede pasar a ser real.

17/12/08

¿Artes, espaciales o temporales?

Ante un formalismo que comporta una visión del espacio y el tiempo estrictamente objetiva, absoluta, newtoniana, no es de extrañar que Lessing, en un afán de luchar contra un concepto idealista del Arte que englobaba todo lo que él consideraba como prácticas artísticas independientes, introdujera una escisión entre las artes espaciales y las temporales. Si en la física de Newton el espacio y el tiempo se conciben como magnitudes «absolutas», en una de las cumbres de la teoría de las artes del período clásico, en el Laocoonte (1766) de Lessing, las nociones de espacio y de tiempo son los referentes que permiten establecer una diferencia semiótica en términos también «absolutos» entre las artes plásticas, por un lado, y la literatura y la música por otro. Mientras las primeras utilizan “figuras y colores distribuidos en el espacio”, la segunda emplea “sonidos articulados que van sucediéndose a lo largo del tiempo”.

Aquí se intuye, pues, que Lessing, en el momento de establecer la distinción entre los dos tipos de arte, está pensando exclusivamente en un espacio y un tiempo absolutos, geométricos y, por lo tanto, conmensurables: puede medirse, objetivamente, el espacio que hay entre dos pinceladas en una obra plástica y, de la misma manera, puede determinarse el suspiro que hay entre dos notas de un intervalo separadas espacialmente. Pero, repito, esto son parámetros totalmente cuantificables, con lo que se está haciendo referencia directa a un espacio y un tiempo objetivos. En este sentido, cualquier espectador humano en frente una obra tendría (analíticamente, apolíneamente, objetivamente) la misma capacidad perceptiva que un computador programado para la tarea. Sin embargo, parece que en lo que a percepción estética se refiere no todo es analizable, cuantificable, y, por lo tanto, que tenemos ventaja sobre el computador, ya que gozamos de lo que venimos llamando espacio y tiempo subjetivos.

En el caso de las artes plásticas, es evidente que hay un tiempo de adquisición simbólica de la obra en cuestión, aparte del diálogo transparente que existe entre la propia temporalidad de la obra y el receptor. Aunque en casos como el cine (que sería ya un límite en cuanto a imposibilidad de establecer una frontera entre “lo espacial” y “lo temporal”) esto se ve con mucha más claridad, sucede también en el arte más “estático” que es portador de un discurso que inevitablemente se nos abre a medida que establecemos contacto con la obra.

Por otro lado, con lo que ha venido a denominarse artes “temporales” sucede algo muy parecido (dejando de lado la evidencia de que la música –o la poesía– es siempre sustrato material, pues siempre procede de una fuente sonora –o escrita– que ejerce de soporte y, por lo tanto, materia, espacio): en tanto que, en el caso de la música, existe una melodía, una sucesión armónica y un patrón rítmico, de alguna manera se está creando en la mente del oyente un espacio ficticio, una expansión que sitúa los diferentes elementos casi narrativos que se van percibiendo en una escala temporal. Por lo tanto, en el caso de las artes “temporales” existe también un espacio material y otro ficticio que actúan de soporte de los estímulos que en un principio llegan en una sucesión temporal.

Por lo tanto, es evidente que, por lo menos en lo que a percepción estética se refiere, es indisociable el espacio del tiempo interno, subjetivo, lo que provoca que, en definitiva, la delimitación entre artes “espaciales” y artes “temporales” resulte demasiado rígida. Y la historia del arte ha acabado por dar la razón en este aspecto: las vanguardias artísticas rechazaron la idea clásica de los límites entre distintos lenguajes artísticos, y buscaron precisamente en la trasgresión de los límites un nuevo ideal estético que había sido ya anticipado por Wagner, con su formulación de la categoría de la Gesamkunswerk.

El hecho, por otro lado, de que ciertas posturas populares de la antigüedad, haciendo uso del sentido común, consideraran el espacio y el tiempo como entidades interrelacionadas (la expresión latina “spatium temoris”, espacio de tiempo, es un buen ejemplo de ello) es también bastante significativo de que nuestra estructura innata, pre-geométrica, es incapaz de distinguir el espacio del tiempo como dos esferas con propiedades diferentes. La ciencia contemporánea, de la mano de Einstein y Minkowski, ha respaldado esta creencia popular, aunque la revolución de la ciencia haya consistido en llevar esta unión al terreno del espacio y el tiempo objetivos. “Espacio y tiempo han de perderse en las sombras y sólo existirá un mundo en sí mismo”, afirma el mismo Minkowski.

Sin embargo, aunque no sea aceptable una distinción rígida entre artes “temporales” y artes “espaciales”, no por eso debemos abandonar la idea de Lessing al reivindicar ante las reflexiones sobre la imitación en las obras de arte griegas de Winckelmann una partición de las artes. Ésta es realmente necesaria si queremos abandonar la noción prerromántica de Winckelmann, con la que se idealiza la Grecia antigua a partir de un concepto, “Arte”, que engloba un conjunto de prácticas artísticas y las ensalza, sacralizándolas como el auténtico fruto del genio romántico. Aunque la intención de Lessing era en realidad la de salvaguardar la poesía y reivindicar que ésta es tan capaz o más que la escultura de representar el dolor de Laocoonte ante la furia de Apolo, evidentemente existe el corolario que hemos mencionado y consigue ofrecer una imagen fragmentada, antes de que Nietzsche dé un paso más allá al distinguir lo apolíneo de lo dionisiaco en lo que significa el concepto monumental “Arte”.

Sin embargo, llegados a este punto y analizando el momento presente, parece que surge una paradoja, ya que por un lado las prácticas artísticas están perdiendo su credo como participantes de un concepto abstracto que lo engloba todo, y por el otro parece que están perdiendo más cada vez su carácter identitario, con las obras, cada vez más prolíficas, en las que se exploran diferentes prácticas, mezcladas hacia un objetivo.

Por mi parte, creo que esta cuestión tiene una fácil solución, neutra, que permite, a la vez, atacar como hemos hecho la distinción lessingiana, hablar de diferentes artes y por lo tanto eliminar el concepto romántico apropiador, y explicar las obras vanguardistas y contemporáneas, neovanguardistas en el sentido de Hal Foster, en las que se mezclan las diferentes artes: si nos centramos en las entidades físicas con las que cada práctica trabaja, y de las que dispone para elaborar su discurso, creo que podríamos hablar de ciertas artes básicas, como la música (que dispone del tono, la amplitud, la frecuencia de onda y el timbre de una onda determinada y organiza estos parámetros en intervalos melódicos y harmónicos y en patrones rítmicos), la escultura (que juega con entidades volumétricas y materiales) o la pintura (y la fotografía). Estas artes básicas tendrían equivalencia con los sentidos (con lo cual el olfato y el gusto se quedarían sin su equivalencia artística -¡No a la gastronomía como arte, por favor!). Por otro lado, existirían las artes mixtas, como la danza, el teatro, la ópera, el cine,... Restaría el problema de la literatura, a lo que respondería que, al tratarse de un arte básica (en el sentido de que no es mixta: aquí no hay ninguna intención jerárquica), no es de la misma naturaleza que las que anteriormente se han mencionado: a la pregunta por su naturaleza, discursiva en un sentido explícito, remitiría otra vez a Nietzsche y a su formulación sobre la aparición de lo apolíneo. De esta manera, con una división bastante esquemática pero creo que suficientemente válida, solamente añadiendo que ésta no pretende ser rígida o cerrada, aparecería una solución provisional a los problemas planteados más arriba.

15/12/08

"Mites i cinema" marzo/mayo 2011


Anunciamos la próxima convocatoria del curso (abierto a todos) "Mites i cinema: imatges de l'inconscient col·lectiu". Más información en http://cultura.uab.cat

12/12/08

Cine-ojo (2)

Y de este hombre de la cámara a otro, más atrevido aunque jugando con la ventaja de ser más contemporáneo: Le filmeur, de Alain Cavalier, es otra presentación de alguien que filma, confirmando “su posición de francotirador del cine francés. A partir de su diario íntimo filmado en vídeo sobre más de diez años de su vida, nos invita a una meditación sobre la vejez, la debilidad, la muerte. Instantes de vida, destellos de imágenes, él compone un mosaico en donde el espectador es invitado a encontrar su lugar por si mismo: Le filmeur, in fine, es todo un voyeur”.

Lo que hace de este film un ejercicio más atrevido en frente del de Vertov es su contenido, pues formalmente pueden encontrarse muchas similitudes: le filmeur relata la propia vida del realizador, se muestra ante el espejo, desnudo, observando al espectador y dejando que le observen, enfocando con su cámara un tumor que surgió hace unos meses en su nariz y que su extirpación de hace tan sólo unos días muestra una herida todavía infectada, relatando en primera persona los últimos recuerdos de su padre mientras su cámara muestra a pocos centímetros su ataúd, haciendo presente la soledad de su madre a los pocos días de fallecer su marido. Cavalier es, pues, el hombre de la cámara in extremis, hacia la muerte.

“Se comprende en cada plano del film la profundidad necesaria de captar lo vivo para alejar un poco la muerte, tan presente, que merodea. Ella está ahí, en esas frutas podridas, en esos animales que no han podido resistir al frío, en ese edificio que construyen delante del suyo, tapando así el sol. Constatación terrible y por lo tanto tan lúcida, la que anuncia Cavalier cuando filma a su madre dormida, «ella podría morir ahora, por eso la filmo». La vida cuelga de un hilo, y también de un film: en le filmeur, nada es perfecto ni ideal, sino más bien anclado en una gravedad, la de la edad. Y, por lo tanto, lejos de ser una tumba, la película no deja de afirmar la vida” .

El mismo Cavalier comentó personalmente una de las escenas expuestas aquí arriba: en un momento determinado del film, que no tiene necesariamente una secuenciación lógico-temporal, el padre del protagonista-autor-narrador muere. Y la cámara no oculta. Al contrario, se acerca; muestra un primer plano del difunto, reflexiona sobre el hecho y lo muestra al mundo incitado por la curiosa anécdota que relata Cavalier ya fuera de su película: “desde niño me pregunté sobre lo que habría detrás de la pantalla de cine; desde niño me pregunté por los secretos más íntimos del arte cinematográfico” . Esta obsesión de infancia es la que obliga al realizador a poner su propia vida detrás de la pantalla de cine, la que le obliga a tomar prestadas las vidas de los personajes que cohabitan con él durante diez años. Es, pues, su propia realidad la que se esconde detrás de esa pantalla. Su propia vida, aunque matizada: “Los objetos que había encima de la cómoda cuando filmé los planos postmortem de mi padre”, declara, “los situé yo mismo, seleccionados cuidadosamente”. Esta expresión es claramente significativa para el propósito que se quiere llevar a cabo aquí: aunque sea su propia intimidad la que pone delante de la cámara, previamente se encarga de maquillarla, de enmascararla. La estetización de la realidad se torna, pues, imprescindible para poder crear con ella una película, una obra de ficción por naturaleza. Los personajes, como se ha mencionado ya, sólo tienen realidad dentro de una ficción, aunque ésta sea expuesta bajo el rótulo de “cine documental”.

Además, un diario íntimo filmado durante diez años (y aproximadamente un par de horas al día, como afirma Cavalier) proporcionan aproximadamente siete mil trescientas horas de material grabado, lo cual permitiría el estreno de más de tres mil largometrajes. Evidentemente, como en Vertov, el trabajo de edición es imprescindible, trabajo de edición que es evidentemente trabajo de selección: tan sólo un 0,02% del material filmado total se incluirá finalmente en la muestra pública. Trabajo de selección, por lo tanto, e íntimamente unido a la adecuación de los planos dentro de un discurso. Aunque la película funciona sobretodo con una estructura de plano-secuencia, estos no son lo suficientemente largos como para proporcionar unidades de sentido. Más bien al contrario, diferentes planos que se suceden y sin una conexión aparentemente lógica en gran parte del metraje, otra vez como en Vertov, estos funcionan para ofrecer un collage en movimiento al espectador, quien tan sólo puede hacerse una imagen fragmentaria de lo que en realidad está sucediendo. Pero, aunque no fuera así y estos funcionaran realmente como planos-secuencia con núcleos discursivos independientes, habría todavía detrás la necesidad de establecer un orden subjetivo a este caos de imágenes que día a día se han ido registrando.

Por lo tanto, sólo cabe remitir a la sentencia con la que Orson Welles define toda su película F for Fake, otra obra que descubre los artificios del género cinematográfico y en especial del documental: “todo hombre sabe que es dueño del arte y de la verdad”, pues en tanto que éste realiza una creación artística está forzosamente creando una micro-verdad en forma de metáfora que participa en lo que comúnmente llamamos “ficción”.

10/12/08

Cine-ojo (1)

En el cine denominado “de ficción”, hay algunas premisas que deben considerarse para su análisis. En primer lugar, que el mismo cine en tanto que imagen en movimiento ya es por naturaleza una ficción, pues está creando la ilusión del movimiento a partir de imágenes estáticas. En segundo lugar, que por este motivo el cine es siempre metafórico y que debe elaborarse un cuidadoso lenguaje cinematográfico mediante el cual aparezca como coherente el término metafórico –un intento por tornar coherente el término metaforizado sería inútil. Finalmente, y como consecuencia lógica de las dos primeras premisas, se evidencia que en toda película situada en un punto concreto del espacio y el tiempo hay forzosamente una pre-interpretación del mundo circundante y de todo su proceso histórico, haciéndose evidente desde una temporalidad implícita y una explícita que se confunden en la proyección en el momento presente.

Sin embargo, estas afirmaciones se han inscrito en el marco de lo que se ha denominado “cine de ficción”, a saber, películas no con una pretensión de veracidad por parte de su realizador, sino entrando perfectamente en lo que podría llamarse “el juego del cine” (y del Arte, en general). Pero existe el peligro de tomar el polo contrario, a saber, las películas con pretensión de veracidad, como un campo en el que nada de lo citado sucede, pues, podría afirmarse, “no están plasmando nada más que la realidad”. Es necesario, por lo tanto, llevar a estudio seguidamente esta clase de filmes, para responder a la pregunta de si se basan en los mismos principios o si, por el contrario, se inscriben en otra clase de discurso.

A modo de introducción, cabe comentar la idea reiteradamente expresada según la cual el origen del cine se dividiría en dos: lo que ha venido a llamarse “cine documental” partiría de las primeras filmaciones de los hermanos Lumière, mientras que el cine que se presenta a sí mismo como ficticio recibiría directamente la herencia de Méliès. Sin necesidad de entrar en más detalles, la tesis que se expone aquí es que, por lo mencionado algunas páginas más arriba, esta afirmación no es correcta: Méliès evidencia lo que en los Lumière estaba latente aunque no visible. Méliès muestra el mecanismo implícito del cine y de su montaje, a partir del cual nada es verdadero: las imágenes que se muestran crean una ilusión de movimiento, pero nunca se mueven. Al contrario, no son más que imágenes fijas. De la misma manera, el cine no puede ser de otra manera que la proyección de una visión. El ojo del espectador, por lo tanto, está ejerciendo una mirada sobre algo que ya ha estado previamente mirado, y, lo que todavía sitúa a la película más en el terreno de la ficción, sobre algo que ya ha estado previamente interpretado mediante el montaje. No se trata, pues, tan sólo de la visión de un ojo sobre otro ojo, previo, sino también de la mirada subjetiva sobre otra mirada subjetiva, previa. Ante este hecho, cualquier muestra fílmica con pretensión de veracidad deberá ser un intento a posteriori de crear realidad a partir de la ficción, de crear objetividad a partir de la subjetividad.

Históricamente, el intento más evidente (y nada iluso) de crear esta visión imparcial a partir de la mirada individual ha sido el mencionado movimiento kinoks, impulsado por Dziga Vertov. En el manifiesto “cine-ojo” (kinoks, en ruso) de 1923, Vertov escribe:

“Soy un ojo. Un ojo mecánico. Yo, es decir, la máquina, yo soy la máquina que os muestra el mundo como sólo ella puede verlo. [...] Yo atravieso las muchedumbres a gran velocidad, yo precedo a los soldados en el asalto. [...] Liberado de las fronteras del tiempo y el espacio, yo organizo como quiero cada punto del universo. [...] El cine dramático es el opio del pueblo. Abajo los reyes y las reinas inmortales del velo. ¡Viva la grabación de las vanguardias en el interior de su vida de cada día y de su trabajo! Abajo los guiones-historias de la burguesía. ¡Viva la vida en sí misma! [...] El objetivo de los Kinoks es filma-ros sin molestaros. ¡Viva el cine-ojo de la Revolución!” .

Algunos de los más importantes manifiestos y cambios de tendencias posteriores no son, en realidad, más que reformulaciones de este manifiesto de 1923: el cinéma verité, la Nouvelle Vague, el mismo grupo Dziga Vertov de las décadas de los 60 y los 70, o incluso el reciente y fracasado (por lo menos desde el punto de vista epistemológico) Dogma 95. Todos ellos son, a su medida, re-interpretaciones del movimiento kinoks, aunque cada uno en un momento histórico determinado y respondiendo a unas demandas sociales determinadas (lo cual hace que no deba restárseles valor). Más o menos alejados de una postura marxista o maoísta, sin embargo, todos estos movimientos responden a su vez a una fuerte reacción antiamericana, reacción que, por otro lado, no es nada de extrañar que se manifieste a partir de la creación cinematográfica: por parte de los Estados Unidos especialmente, el cine ha sido y es un fuerte lenguaje para mostrarse a sí mismos y al resto del mundo su propia evolución histórico-social.

“¿Qué conciencia de la historia han experimentado los Estados Unidos? La cuestión es muy pertinente en este país, en donde el film ha jugado un rol esencial en la vida social y cultural, que durante larga época en que los inmigrantes de todos los horizontes no hablaban todavía bien el inglés, el cine mudo pudo ofrecer a todos espectáculos y representacio-nes accesibles a todos los públicos. [...] En los Estados Unidos, las primeras visiones de la historia, anteriores a la aparición del cine, llevan la marca de la ideología protestante. [...] Esto explica que los Estados Unidos serán muy pronto un paraíso que los yankees habrán construido con «el sudor de su frente». [...] La historia y el mito son ya asociados”, con lo que fácilmente se puede utilizar ese lenguaje cinematográfico, accesible a todo el mundo, para dejar constancia de esta mitología.

Kinoks, por lo tanto, se opone a un cine dramático y literario (una historia, decorados, actores) y privilegia el montaje-movimiento de lo “real”. Cabe preguntarse aquí, sin embargo, cuál es el significado de este término, “real”, a partir del cual se define el movimiento. Vertov, en sus primeros filmes fechados entre 1919 y 1922, exploró las posibilidades del montaje, ensamblando fragmentos de película sin tener en cuenta su continuidad formal, temporal ni lógica, buscando sobretodo un efecto estético hacia los espectadores. El planteamiento, pues, no es lo que a primera vista podía parecer: el manifiesto del “cine-ojo” rechaza realmente todos los elementos del cine convencional, aunque no para quedarse con la “realidad” desnuda del mundo (realidad que, como se ha mencionado numerosas veces aquí, no podría captarse, por lo menos mediante los elementos que ofrece la cinematografía), sino la verdad cinematográfica. El objetivo era mostrar la desnudez del funcionamiento mismo de la cámara, del montaje, usando un escenario ya predeterminado. En este sentido, por lo tanto, ante una creación cinematográfica (y no una recreación, utilizando los términos expuestos con anterioridad), la pretensión de Vertov es claramente ilusoria en lo que se refiere a la presentación de imágenes. Sin embargo, existe a la vez una pretensión realista en lo que al mismo aparato cinematográfico se refiere. Esta pretensión no consigue otra cosa que poner más de manifiesto el carácter ficticio de las imágenes y, en este sentido, consigue ofrecer una visión mucho más transparente del proceso cinematográfico. Mostrando este proceso en la misma película, Vertov consigue convencer al espectador que lo que está visionando es una ficción, pero que tampoco puede ser de ninguna otra manera. El cine, ya en sus orígenes, está basado en esta ficción.

“El montaje crea sentido; el sentido del objeto fílmico no es el de la verdad sobre la actualidad o el de una grabación sin refinar. Esto determina la responsabilidad del realizador, y define un problema fundamental del acercamiento de Vertov al uso de la actualidad: para su montaje de la actualidad del trabajo, él requería un almacenaje de imágenes; necesitaba metraje de realidad; él fue, pues, un recolector de realidad, almacenando imágenes en su librería de celuloide de la verdad. Con ningún o poco interés en los guiones, el proceso de edición era central en su proyecto” .

Aquí, seis años después de haber firmado el manifiesto, es cuando surge y debe citarse la película Chelovek S Kinoapparatom (el hombre de la cámara), realizada por Vertov en 1929. Este film experimental narra la proyección de una película que tiene lugar en un cine, desde que el proyeccionista prepara los rollos, el público ocupa sus butacas y los músicos se preparan hasta su resolución, cuando los espectadores abandonan la sala. La película proyectada es el trabajo de un filmador que retrata diversos momentos de la vida de una ciudad a lo largo de una jornada completa. Vertov convierte la lente de la cámara en ojo humano, captándolo todo a gran velocidad, como lo hace la visión, mostrando fragmentos de situaciones que a simple vista carecen de lógica, de la misma forma que lo hacen nuestros ojos. Nuestros ojos captan, pero nuestra mente relaciona y enlaza.

La presencia del hombre de la cámara altera cualquier convención de ficción y crea la subjetividad y limitación de su mirada, habiendo incluso planos en los que su presencia transforma la realidad, como cuando en una oficina una persona se tapa la cara porque no quiere ser filmada. La relación entre ambos se efectúa no desde la ilusión cinematográfica a través de personajes o temas, como sucede habitualmente en el cine, sino desde la propia película: lo filmado, el hombre con la cámara, el montaje, la misma película; todo se evidencia.

9/12/08

Tomar la vía del arquetipo

Con Die Welle (La ola, 2008), Dennis Gansel se aproxima al tratamiento de los totalitarismos que Oliver Hirschbiegel propuso con Das Experiment (El experimento, 2001) y, posteriormente, con Der Untergang (El hundimiento, 2004). Ambos directores, hijos, si no nietos, de alemanes que vivieron el nazismo y luego una Alemania capitalizada y en proceso de expansión (los directores son originarios de Hamburgo y Hannover, y no de Leipzig o Dresde), buscan explorar su propia historia, ya lejana, y para ello se alejan de posturas derrotistas o justificativas en las que esconder al nazismo como un episodio contingente, como una forma horrible de devenir histórico, y toman el toro por los cuernos: buscan la universalidad de la violencia y la opresión en el comportamiento humano. Esta vuelta de péndulo era sin duda necesaria: todo intento de pensar un fenómeno en concreto debe nutrirse de ser y de tiempo, es decir, de lo perenne y lo caduco, que es, a la vez, lo necesario y lo contingente. Explorar la historia en estos términos es una provocación, y tiene mucho que ver con la responsabilidad del hombre ante su misma esencia, pero es a la vez una forma que el discurso exige para comprenderse mejor (a lo que el pueblo alemán responde positivamente con un gran número de espectadores en las tres películas) y, además, un método efectivo para mostrar al resto del mundo lo que por azar —y ciertas predisposiciones sociales contingentes, ya analizadas por un cine anterior—sucedió en su territorio, humano y por lo tanto, en esencia, tan susceptible como cualquier otro a los acontecimientos.

Es importante señalar aquí que dos de las películas mencionadas, Das Experiment y Die Welle, se basan en casos reales sucedidos recientemente, los dos, en California. La primera recrea un conocido experimento llevado a cabo por la Universidad de Stanford, mientras que la segunda traslada a la pantalla un ejercicio llevado a cabo por un profesor de historia de una escuela de Palo Alto que quería mostrar mediante éste el significado real de los totalitarismos (http://www.local6.com/news/8345157/detail.html). Sin embargo, aunque los protagonistas de los sucesos hayan sido los lejanos otros, ganadores de la guerra, escritores de la historia, Alemania lo aproxima a los vencidos y reflexiona acerca de cómo el olvido puede provocar la recuperación de los errores del pasado. ¡Andémonos con ojo —sueltan Gansel y Hirschbiegel—, ya que el fascista no está lejos, ni en 1933 ni en California, sino en nuestras entrañas! Sabia recomendación, ya que, por mucho que pueda sentar mal a ciertos neomaniqueos, aceptar la universalidad —y, de esta forma, la arquetipación bajo el símbolo “Hitler” que Der Untergang humaniza y sitúa bajo la piel de todos— de las vergüenzas humanas y tenerlas siempre presentes puede evitar efectivamente que la humanidad caiga de nuevo en las convulsiones que la sociedad provoca a nuestra especie. Hollywood, por el contrario, opta por la alternativa maniquea neoconservadora y tiene la necesidad de situar los trapos sucios de la consciencia humana bajo formas despiadadas y desalmadas del otro extremo del mundo, lejos, convirtiéndolos en los otros deshumanizados, lo que provoca una fuerte dicotomía en la percepción social de la población.

Tomar la vía del arquetipo (que, como se ha dicho, junto al tiempo constituye el conjunto de la explicación a los relatos humanos) favorece a la creación de un sujeto que se siente partícipe de lo universal que hay en su propia definición. Tomar la vía del arquetipo favorece una sociedad más autoconsciente, crítica en sus logros y, tal como propone inteligentemente Die Welle, en sus limitaciones.

La mirada que se vuelve sobre sí

Inland Empire supone el último rompecabezas creado por David Lynch en donde, como es habitual en él, la realidad fílmica se presenta completamente desencajada. Pues Lynch ofrece al espectador el ejercicio de reconstruir, analizar y, si es posible, interpretar. En este sentido, fijemos algunos aspectos de la película: Nikki es una actriz contratada para el rodar un remake sobre un cuento gitano-polaco. Y a medida que Nikki construye su papel, el que da vida a Sue, sucede lo que también les ocurre a escritores y artistas: plasman en la obra, o mejor dijo, la obra les constituye. Pues no hacen más ellos a la obra de lo que la obra los hace a ellos. De esto han hablado, y aquí se podrían dar infinitos ejemplos, Montaigne en sus Ensayos, Foucault alrededor de toda su obra y todos los artistas (plásticos, fotógrafos...) que nos puedan venir a la cabeza cuando pensamos en su obra autobiográfica. Lo mismo le sucede a Nikki, pues se proyecta en la creación de su personaje y esta creación actúa como un reflejo que le devuelve la mirada sobre sí misma. Esto sin duda posibilita una transformación. Pues cuando el yo se proyecta actúa transformándose, pues siempre se está en constante cambio. Y estas transformaciones, la del yo en la obra y la del yo recibiendo la mirada de éste yo-obra cruzan toda la naturaleza fílmica de Inland Empire. ¿A qué nos recuerda esta práctica?

En la versión de Ovidio sobre el mito de Narciso, Tiresias (el adivino griego) predijo que si Narciso veía su imagen reflejada en el espejo, ésta seria su desgracia. Fue éste, pues, el motivo por el que se le ocultó ya a Narciso, desde niño, su hermosa imagen. Sin embargo, el niño ya se encontraba desde siempre encerrado en sí mismo, deambulando en sus propios pensamientos, inmerso en su misma naturaleza. Hasta que finalmente el agua transparente de un rio le mostró su reflejo, del que no pudo desprenderse jamás. Narciso, tal como le sucede a Nikki, se vuelve inseparable de su imagen reflejada, imposibilitando decidir cuál actúa como la principal, la real.

¿Cuál es el elemento que el cine metaforiza para insinuar el reflejo? El cine posibilita que el reflejo que le devuelve la mirada a Nikki y que juega a ser espejo se muestre a través del objeto mismo que posibilita el cine, la cámara. En la escena en que Nikki es consiente de que su reflejo lo produce la cámara, el cine, y que no tiene una realida ontológica más allá que la fílmica, se produce un desgarro entre el personaje, Nikki, y su papel en la película, Sue. Pues para Nikki su realidad más cercana es la realidad de Sue, su reflejo, su cuerpo desarrollando la vida de Sue, que se ha apoderado inevitablemente de ella. Pero para el espectador ¿quién tiene mayor realidad ontológica: Nikki, personaje de la película de Lynch, o Sue, de nuevo un personaje creado por Lynch?

Además, hay otro elemento que juega a dificultar la complejidad sobre la que está estructurada la película. La figura de Tiresias (el personaje de Grace Zabriskie en la película) posibilita el desdoblamiento del tiempo fílmico llevando el futuro, entendido desde la adivinación de unos sucesos en un tiempo que esta por venir, hacia el presente. Pues es el llevar en imágenes (material con el que trabaja el cine), el “si hoy fuera mañana” a un plano narrativo en el que el tiempo se desajusta en una suerte de bucle, donde el pasado se hace presente, el presente futuro y el futuro, paradójicamente, ya viene anunciado desde el principio de la película como pasado. La pregunta crucial es: si el futuro está predecido, si ya se ha hecho presente ¿no se convierte inevitablemente en pasado?

A todo ello, ahora, le podemos sumar el juego ontológico al que Lynch tiene al espectador acostumbrado. ¿Qué es real y qué no? O ¿a qué debemos darle más realidad ontológica? Teniendo en cuenta que el término “verdad” tiene una mayor realidad en el presente, pues el momento en el que se experimenta, el instante indiscernible en el que vivimos, del modo que decimos “esto es verdad” hoy, pero no podemos decirlo de mañana. Puesto que el mañana es más incierto, es en última instancia menos vivido que el presente, y el pasado inevitablemente también carece del instante indiscerniblemente presente. Para saber qué tiene más realidad en la película, David Lynch propone esta pregunta: ¿qué es lo presente?

Las adaptaciones que el mito de Narciso han posibilitado, que son muchas, tienen todas el juego temporal, la predicción de Tiresias o el futuro llevado al presente para convertirse en pasado. Pues este combinado ofrece sin duda adentrarse en un monstruoso, por grande en sus posibilidades, universo creativo. Bachelard ya insinuó que sólo para hablar de la psicología de la imagen se necesitaría una vida entera, Paul Valéry directamente se lanzó a su “Narciso habla” y David Lynch ofrece una nueva versión en la que ya no sólo se juega con los elementos arquetípicos del mito sino que se propone el ejercicio de metaforizarlos a través del lenguaje fílmico. No obstante, sigue habiendo un vacío a la pregunta sobre cuál es la misión del espectador en todo este ejercicio. Si es que no se trata de obligarnos a vernos a nosotros mismos, a transformarnos a través de la obra.

Apuntes de cine-ensayo: la fusión del cine-autor

El ensayo, desde que Montaigne lo (des)cubrió por primera vez en el s. XVI en su extensa obra, se caracterizó principalmente por ser un discurso abierto, inacabado e inexacto en el que el pensamiento está siempre por revisar, continuamente abierto a una nueva forma de pensar: se trata de estar constantemente desafiando el presente para que no se haga pasado ni se proyecte como futuro. También Chesterton vio, posteriormente, el ensayo como aquella forma discursiva que ya por su propio nombre reconoce que el acto creativo, de pensamiento, es en realidad un salto a la oscuridad. El ensayo es verdaderamente un modo de intentar, de avanzar sin revisar: un experimento, en definitiva.

En el ensayo no se trata de anclarse en verdades o dogmas del pasado ni en una explicación fundada en el futuro es, pues, el pensamiento en el presente y para el presente del espectador. Dice Montaigne que antes dictaría otros ensayos que volver a releerlos para corregirlos, una actitud propia del estar siempre por revisar, del ser consciente del ahora que se desvanece: quien es hoy Michel de Montaigne no lo será mañana, ya que en el ensayo el autor irrevocablemente se ensaya a sí mismo. Su obra y él son uno, puesto que es imposible separar lo que se crea de lo que se es: el sí mismo pasa a ser la única verdad que no se pone en tela de juicio. El ensayo pretende, busca, indaga y finalmente muestra una única y posible verdad: la del autor que se ensaya sin llegar a encontrar otra verdad. Y, ahí, el espectador se identifica en este ejercicio en tanto que participa de su verdad.

Si traspasamos estos parámetros al cine, nunca un discurso u otro será el definido en la búsqueda de una verdad proyectada en el discurso. La película y su propio creador se ensayan continuamente juntos: “Mi obra y yo somos uno”. Y precisamente en el cine se encuentra la peculiaridad de una extraña exposición de la obra ante los ojos del espectador: contrariamente a las artes que Lessing definía como espaciales, en donde se muestra una obra finalizada ante la mirada del que la contempla, en la proyección de una película, los ojos del espectador se encuentran ante una serie de imágenes que dispara la máquina a modo de ráfaga. No hay suspiro, no hay espera. El espectador, pues, está a merced de la máquina desde los inicios del cine, desde ese rifle automático que Muybridge ideó, como lo estará en la Gran Guerra; y ésta no se detendrá creando pausas para su comprensión. Al contrario, es el espectador quien debe adaptarse al tiempo de la máquina, sin espera, sin reflexión. En tanto que receptáculo de un discurso, ésta debe proseguir, de manera que no puede permitir una espera en el espectador. Por lo tanto, en definitiva, ante la imposibilidad de un tiempo propio para desocultar, el espectador se encuentra en manos del autor, en una situación de desventaja ante la cuál no puede obrar sino tragando lo que se está introduciendo de una manera mecánica en los ojos que contemplan.
Este acto de cebar sin dejar respirar es el que hace interesante al film en tanto que receptáculo de ficcionalidad en una reformulación constante –el ensayo. Mediante una temporalidad mecánica, implícita en su lenguaje, el cine no da opción a salir de su cauce, estando el espectador a merced de la constante reinterpretación del discurso abierto del autor. Ahí es donde el cine, en el presente, se ensaya a sí mismo.